Vivimos en una sociedad donde todo se valora mediante las recompensas. ¿Haces algo bien? tienes un premio. ¿Haces algo mal? castigo al canto. Durante años la educación se ha basado en premios y castigos: premiar al que sabe y penar al que no estudia. La sociedad se rige por la cantidad de “me gusta” en Instagram, relaciones por Facebook y amigos en Twitter como si un episodio de Black Mirror se tratase. Todo cuantificable.
El mundo del trabajo se vuelve cada vez más competitivo; es muy difícil encontrar un puesto donde no haya puñaladas por la espalda, trepas que no buscan más que su propio ombligo y el bienestar de sus pequeñas pelusillas que les deja la ropa de marca. El trabajo en equipo se vuelve una utopía en la que nos seguimos engañando cada vez más: uno hace todo y el resto se lleva su mérito. Porque, al final, el que registra la patente es el que cobra los derechos. Todo medible.
Escalas, baremos, números, presupuestos… estamos rodeados por un sinfín de sinfonías baratas que se consumen como el papel de fumar y ya no sirven, pasan de moda. Buscan su propio paraguas bajo el que refugiarse de la lluvia de sinsentidos que estamos viviendo. Todo por uno mismo.
Y solamente nos queda un reducto. Un pequeño reducto, como aquel pueblo pequeño de la Galia, donde la solidaridad y hacer cosas por los demás merece la pena. Un pequeño espacio donde el que no sirve no vale, donde se valora más la sonrisa de un pequeño que el sueldo de tres meses. Un sitio donde el mundo parece un poquito mejor. Ese lugar, ese reducto, ese espacio que no resulta tan “pequeño” es el voluntariado. El voluntario es capaz de sacar lo mejor de sí mismo, de luchar por los intereses de los demás y de trabajar junto a otras personas para lograr un mundo mejor.
El voluntario no cobra, no tendría sentido su acción si percibiese un sueldo, por pequeño que pudiera ser. Porque ahí es donde está el significado de todo lo que hace: demostrar que no todo es cuantificable, que se puede vivir dándose a los demás sin que deban pagarte por ello. Todo por los demás.
Chuchi García