En un mundo donde nos gana la prisa, la ansiedad, la inmediatez de entregar tareas o de realizar labores que nos corren más prisa que pararnos a respirar y dar gracias por las oportunidades que tenemos, encerramos a los jóvenes en el tiempo libre.
A menudo oímos casos de chicos cuyos padres los han apuntado a tantas actividades de ocio tiempo libre que prácticamente no tienen tiempo para ver la tele o siquiera cepillarse los dientes. Los apuntan de manera indiscriminada a pintura, equitación, inglés y ajedrez, sin importar los gustos del propio hijo, la calidad de los valores que se proponen en dicho centro o asociación o sus habilidades particulares y personales. “Así aprenden de todo y se desarrollan mejor”.
Y, también a menudo, vemos cómo los jóvenes acaban agotados y renegando de todas aquellas actividades que impedían que pudiera disponer de tiempo para quedar con sus amigos. Al final, los padres acaban cediendo o los chavales se acaban escabullendo para no ir. Y el trabajo de las personas que participan en esa actividad queda malogrado.
Olvidamos en que en el tiempo libre también se educa. Se educa en responsabilidad, en coherencia, en conocimiento de un área concreta.
Pero el tiempo libre también nos puede dejar una cicatriz importante que influye en nuestro desarrollo. Una educación de que el trabajo de personas es menos valioso que el de otras porque trabajan o participan en actividades que “no son las de toda la vida y así no se puede estar por la vida”.
Es importante ser consciente y hacer conscientes de la importancia de elegir actividades de tiempo libre de manera intencionada y con la responsabilidad de estar educando a un joven en su desarrollo. Porque no sólo se educa en matemáticas o lengua, también en valores como el compromiso y la constancia.
IMANOL BURGOS REDONDO