Muchas veces hemos oído que estamos ante una crisis de valores y yo voy más allá, estamos ante la misma puesta en duda de lo que es valioso. No es el caso de mi persona creer que no es útil educar en valores, o tenerlos, ya se sabe lo que nos enseñaron: “A no criticar, a no dañar, a decir verdad; en resumen, a amar”. Pero me hago una pregunta que me perturba: “¿Si tan valiosos son los valores y tanto se repiten e inculcan por qué en la sociedad hay egoísmo, mentira, violencia o corrupción?”
Es mi opinión que sucede así, porque nos olvidamos de educarnos hacia dentro, porque no nos conocemos. ¿De qué sirve un enunciado bello si no sabemos que hacer cuando queremos ganar a cualquier precio, conseguir logros, recibir atenciones, encajar críticas o conseguir dinero? Lo que condiciona todas esas buenas intenciones es nuestro mundo emocional y los juicios mentales llenos de supuestos excepcionales, críticas y verdades a medias; todas creadas para justificar lo que no se puede justificar.
Es vital para el educador revisarse y conocerse, no autojustificarse, ni compararse con ningún ideal, simplemente construirse desde el anhelo de intercambio amable con los demás. ¿Cómo puede educar quien afirma grandes verdades sin mirarse dentro en las pequeñas cosas? ¿Soy capaz de compartir, soy capaz de tener paz y equilibrio en lo que hago, tengo dobles objetivos en lo realizado, deseo ser siempre centro de atención, sé escuchar más allá de mis intereses, ansío controlarlo todo? Es difícil en este mundo ser incondicional o desinteresado, pero es sano ser conscientes de las sombras que se esconden en la aparente bondad de los enunciados vacíos. El educador ha de ser sincero consigo mismo, para no hacer un papel buenista que esconde detrás rabia, miedo, envidia, necesidad de reconocimiento, orgullo o comodidad. Ser sincero es vivir con armonía.
Puede ser que, en lo que esperamos de otros y en cómo les miramos, esté parte del logro educativo. Nadie puede mirar con respeto a otro o con amor, sino vive antes ese amor y ese respeto en sí mismo. Tal vez soy muy duro, porque, si aplicáramos esta afirmación hasta el límite, nadie educaría a nadie sin ser antes perfecto. No me refiero a eso. Me refiero más bien, a aquello de aceptarse para mejorarse, tenerse paciencia y poner disciplina para superar las dobles morales. Ese es el gran paso. Ser sincero con uno mismo es previo a ser sincero con otro. Ese tenernos paciencia nos lleva a comprender que los demás están en la misma tarea y que se logra más desde el cariño de corazón abierto que desde la crueldad.
Como educador, antes de tomar decisiones es bueno hacerse una pregunta más allá de la mera comparación de valores aprendidos como un autómata: “¿Decido esto por miedo, por necesidad de aprobación del grupo, por ambición egoísta o lo decido porque me nace espontáneamente desde lo más profundo y acompaña la valía del otro? Creo que, si queremos saber algo de la autenticidad interior que todos tenemos, conocernos y respetarnos; ayuda balancear los valores aprendidos con los sentimientos profundos, para que la mente no vaya por un lado y el corazón por otro.
Educar es un proceso de ida y vuelta, una conmoción gloriosa de aprecio y dirección consensuada. Para que alguien sea maestro ha de merecerlo (no vale solo tener un título). Tiene que tener algo que enseñar y autoridad para hacerlo. De algún modo todos podemos ser maestros para todos. Lo único necesario, “casi nada”, dejarse llevar por el saber de otro. Y nace pues la pregunta ¿Tengo autoridad para enseñar? ¿Qué da esa autoridad? Para mi esa autoridad nace de varias cosas:
- Del amor al otro.
- Del amor a uno mismo.
- Del conocimiento profundo de lo que se quiere enseñar.
- Del amor al proceso de aprender.
- Del permiso del otro. Sin permiso de la otra persona se puede guiar bueyes con ijadas, pero no se puede enseñar.
El autoconocimiento y el ejemplo vital ayudan a ser autoridad para otro. Nunca se sabe quien puede estar mirando y uno puede, sin saberlo, ser espejo de otros, por eso es bueno educarse para poder luego educar. Recomiendo no tener prisa, pues en este mundo hay últimamente menos aprendices que maestros y eso es señal de que sabemos menos de lo que creemos. Quien cree saberlo todo se cierra y se seca. El gran maestro es el mayor aprendiz de todos. ¿Puedes considerarte aprendiz de todos tus alumnos?
Manuel Ferrero López del Moral.